Soy una odiosa exigente, lo confieso, y los tontos me ponen de los nervios, no puedo con ellos. A pesar de no presuponerles malicia alguna, no tardo ni dos segundos en pensar que son un peligro público y que, si el mundo no avanza como debiera, es por culpa de ellos, y de ellas, claro.
Sobre los tontos y las tontas que nos rodean he escrito en el número de junio de la revista cultural AGITADORAS mis Opiniones robinsonianas XXVI.
"[...] Abro los diarios, enciendo la televisión y no
veo más que tontos y tontas a diestro y siniestro haciendo tonterías mayúsculas.
Ríase usted de Jesús Gil metido en un jacuzzi rodeado de señoritas en biquini y
haciendo proselitismo de su tarea como alcalde de Marbella. Al menos en esa
imagen bochornosa el juego quedaba claro, no había doblez. Ahora tenemos una
buena dosis de Giles (en el doble sentido) en sus dos acepciones: la ostentosa
y la discreta, aunque ambas pesan igual en la balanza de la gilipollez.
No puede ser. Me
empieza a doler la cabeza, me duele indeciblemente, me va a estallar… ¿De verdad
los políticos que nos guían y los que aspiran a guiarnos son los tontos de cada
barrio? ¿Los responsables de usar los caudales públicos, de ordenar nuestras
calles, nuestros transportes, nuestras escuelas y nuestros hospitales son los
menos capacitados y los peor preparados? ¿Y los que generan opinión con libros,
artículos e intervenciones en debates radiofónicos y televisivos, lo son
también? ¡Dios nos coja confesados, habemus
stultus! [...]".